Tierra de Nadie

Editorial del diario El Comercio, del 23 de febrero del presente, donde se trata sobre la política forestal y el cuidado de los bosques. Se concluye que para asegurar el bienestar de nuestros bosques es necesario un buen sistema de derechos.

Editorial

Tierra de nadie

Nuestra política forestal se está comiendo nuestros bosques

 

La Asociación de Exportadores del Perú, ÁDEX, ha publicado una nota revelando que el 2012 no fue un buen año para las exportaciones de productos maderables. Estas cerraron en US$164 millones, lo que significó una caída de 3% respecto al año anterior. El 2011, por su parte, tampoco fue un buen año para el sector. Aunque en realidad, ninguno lo es. Al menos no cuando uno toma en cuenta que vende poco más de US$200 millones de dólares aún en sus años supuestamente “buenos”, a pesar de que el Perú es el segundo país con mayor superficie forestal de Sudamérica (solo superado por Brasil). De hecho, los bosques amazónicos ocupan un área equivalente al 54% de la superficie del territorio nacional (y el porcentaje asciende a 60% si consideramos las áreas deforestadas). Para poner las cosas en perspectiva, todas las exportaciones forestales del Perú alcanzaron en el 2011 la suma de US$470 millones, mientras que Chile, sin un centímetro cuadrado de Amazonía, exporta cerca de US$6.000 millones anuales en productos forestales.

Las exportaciones de madera, sin embargo, no son lo único que viene decayendo en la Amazonía. La Amazonía en sí, junto a todos sus recursos, se reduce año a año a un ritmo de 100.000 hectáreas anuales, al punto de que hoy hay 8 millones de hectáreas deforestadas, casi cuatro veces la superficie del departamento de Ica.

En otras palabras, el Perú no está reduciendo únicamente el provecho económico que es capaz de sacar de sus bosques, sino que al mismo tiempo está reduciendo sus bosques. Podría parecer un contrasentido, pero no lo es. Ambas cosas –la disminución de la producción de nuestras explotaciones forestales y la disminución de nuestras forestas– son dos fenómenos íntimamente unidos. No en vano la persona que tiene interés en invertir para proteger y mantener algo es la persona que puede sacar provecho sostenible de ese algo. Y en nuestro país son muy pocos quienes se sienten en posición de sacar provecho sostenible de nuestros recursos forestales porque hay muy pocas personas que tienen derechos sobre los mismos. Solo el 10% de nuestras áreas forestales está concesionado. Las comunidades nativas, por su parte, tienen derechos bastante limitados y poco claros sobre los recursos de sus territorios como para – asociativamente o no– poder convertir sus recursos en empresas sostenibles.

Se podría pensar que no se necesita que exista alguien que pueda sacar provecho personal de las cosas para que haya quien las cuide porque para eso está el Estado. Pero con esta fórmula es que la llamada “agricultura migratoria”, que avanza quemando bosques para plantar en ellos o para que paste su ganado, causa, según el Inrena, aproximadamente el 80% de la deforestación que se produce cada año en nuestro país. Y con esta fórmula ha prosperado también la tala predatoria. Después de todo, ¿por qué querría invertir en resembrar alguien que sabe que los frutos de ese esfuerzo y gasto los podrá tener otro? (De hecho, durante años ni siquiera las tierras concesionadas eran resembradas porque las concesiones se daban por dos años, mientras que los frutos de la resiembra demoran entre 10 y 15 años).

Nuestros bosques, en fin, necesitan para su bienestar lo mismo que tienen nuestros jardines, que rara vez son depredados y que normalmente son resembrados. Es decir, personas que saquen suficiente provecho de cuidarlos como para ocuparse de cerca de mantenerlos. Recursos para atraer este interés les sobra (además de la madera, están, entre otros, las plantas medicinales y aromáticas, las frutas, las resinas, las ceras, el ecoturismo, y hasta los bonos de carbono); lo que le falta es un buen sistema de derechos. O, si se prefiere, que nuestros legisladores se pregunten si no será reveladora esa coincidencia que suele haber en todo el mundo entre la tierra de nadie y la tierra baldía.

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